Cuando vives con un maltratador aprendes dos cosas.
La primera es a estar alerta.
Te conviertes en un monitor de lo que pasa a tu alrededor. Empiezas a meterte en las mentes de las personas y a escuchar sus voces. Necesitas saber qué esta pasando, y sobretodo que es lo que puede pasar. Entras en una habitación y ya no escuchas tus impresiones, sientes las de los demás.
Observas atentamente cada gesto, cada palabra, mirada. Sientes si la energía cambia, si hay nubes que te indican que puede haber tormenta, y si va a ser de las gordas.
Y haces todo lo posible para estar protegida y resguardada para cuando eso pase. Por qué una vez empieza lo peor es que no sabes cuándo acaba.
Aprendes a vivir sin hacer ruido.
Lo segundo es a ser una isla.
Coges una pala y empiezas a cavarte las esquinas.
Formas un perímetro de seguridad a tu alrededor, y sigues escavando hasta que consigues soltarte de tierra firme.
Desde el mar las voces se escuchan menos.
Te dejas ir, a la deriva.
Y cuando te ves suficientemente alejada, entonces empiezas a construir un muro de hormigón armado, de esos que ninguna tormenta puede echar abajo.
Dejando un hueco para ver el mar, y también el mal - por si vuelve.
Eso está claro.
Y cuando te sientes más segura dentro de esa fortaleza, en esa isla a la deriva, entonces eres capaz de recopilar lo poco de ti que queda vivo, las migas que dejaron después de devorarte el alma, cubiertas de sangre y manchadas de lágrimas.
Las guardas en tu puño y aprietas fuerte intentando sentir algo, algo que no sea nada.
Y corriendo, con miedo, las metes en una pequeña caja de seguridad y las entierras bajo tierra,
casi rozando el fondo del mar.
Es muy difícil ser una persona llena de cortes y rajas.
Tienes que saber elegir cuál tapar.
Muchas veces la gente las ve y te mira raro, como si hubieses sido tú la que te has cortado.
A propósito.
A veces otros miran con morbo,
hay gente a la que oler sangre le dilata las pupilas.
Yo mientras me lamo las heridas, a ver si con un poco de suerte, sal y sol, consigo que cicatricen de una puta vez por todas.
Aunque las cicatrices siempre sobresalen cuando te acarician el cuerpo.
Es muy difícil abrirle la caja a alguien. Bueno qué cojones, empecemos por invitarle a la isla.
Y es muy difícil dejarles que coman de esas migas que quedan de ti.
Incluso abrir el puño y enseñárselas.
Siempre hay riesgo de que alguien sople y salgan volando para siempre.
Y tu con ellas.
Así que cierras siempre los puños bien fuerte para que eso no pase.
Y si alguien te pide verlas, abres muy poquito a poco tu mano y desde lejos, les invitas a que se imaginen el resto.
Es complicado para ellos, por que la mayoría no escucha las voces de mi cabeza y yo no soy capaz de enseñarselos.
Los puños abiertos, claro.
A veces pienso en alguien, alguien a quien le guste encontrar tesoros, a quién le guste buscar y no se canse. Que no se rinda.
Pienso en alguien que sea lo suficientemente valiente como para coger un bote, navegar hasta mi isla, echar el ancla y tirar el muro abajo. Con amor, claro está.
Que venga con ganas de buscar y sobretodo de encontrar. Que no le dé miedo si el tesoro es frágil y delicado, o incluso si esta roto o apaleado. Que tenga ganas de encontrarlo y de cuidarlo, de cuidar que no caiga en manos equivocadas, otra vez.
A veces, pienso en alguien que quiera venir a vivir a mi isla, que se instale y cree su hogar. Qué disfrute de mis cielos y se enamore de mis tierras, que plante arboles que den frutas, pero sobretodo flores. De muchos colores. Pienso en alguien que le guste navegar conmigo, aunque sea a la deriva. Hoy en día quien coño sabe a donde va? Que disfrute de las vistas y de las puestas de sol. Que grite de vez en cuando lo libre que se siente, en voz alta a todo pulmón y con el viento de tramontana rompiéndole en la cara.
A veces, pienso en alguien que nunca quiera irse a otro lugar y que con esas migas que quedan, haga pan.